Sentado
en el borde de la cama, vomitando, gritándole a mi madre que en marco de la
puerta está llorando.
-Joder
chaval vas como una cuba, tu padre ha ido a buscarte, espérate a que suba.
-Estoy
borracho mamá, déjame en paz, déjame acariciar la almohada no puedo más, mucho
pollo bravo y demasiado Ballantines, pollo bravo que ves en suelo junto a mis
lagrimas.
Ella,
por fin, se dio cuenta de que no pintaba nada allí y decidió marcharse a la
cocina con esa cara de “¿Qué he hecho mal?”.
Pero
daba igual, esa cara ya la conocía, quizás demasiado.
Solo
volvió para darme el cubo y la fregona para que limpiase del suelo de mi
cuarto, los restos de una noche que no distaba mucho de todas las demás.
Decidí
que era mejor recoger todo aquello ahora, antes de que el olor de la pota
invadiese todo el cuarto. Mientras mojaba la fregona para volver a llenarla
otra vez de vómito, escuchaba el desagradable sonido de la cafetera Express
que, hace menos de dos semanas, se había comprado mi madre.
Ella
nunca había tomado café pero ese año había empezado a tomarlo a todas horas
para contrarrestar el efecto de los antidepresivos. Yo no solía pensarlo mucho,
ya que si lo hacía terminaría por aceptar que la causa de los antidepresivos
era yo y probablemente, poco a poco, dejaría de afectarme.
Volví a
escurrir la fregona y a pringarla, haciendo salpicar todo lo que se encontraba
a mí alrededor. No me parecía un estado óptimo para hacer eso, pero ya había
empezado.
El
viejo había salido, como cada mañana, a comprar el As, con la excusa de que iba
a buscarme, ya que rara era la vez que nos cruzábamos al llegar yo a casa, y si
era así, se limitaba a decir “ sube pa casa ya que tu madre no ha podido dormir
por tu culpa”.
Quería
terminar esa mierda ya, pues el remover mi propia pota con la fregona me estaba
produciendo nauseas otra vez.
Aquella
noche había llovido, es lo malo del otoño, por lo que estaba completamente
empapado, aun así, las nauseas me hacían sudar.
Me
quité la camiseta pensando que así mataría dos pájaros de un tiro, pero me
salió mal la jugada. Con el movimiento, la cabeza se me fue hacia atrás y noté
como, de golpe, mi boca se llenaba de saliva. Era inevitable. Intenté sellarme
los labios usando la camiseta, pero fue inútil y terminé potando encima de las
zapatillas. Era demasiado para mi.
Opte
por dejar aquel percal, desnudarme y meterme en la cama.
Era
extraño, apenas me dolía ya al vomitar y hacía mucho que había dejado de sentir
ese sabor ácido en la garganta. Demasiadas veces.
Me
pregunte cuantas esquinas en el rollo me habrían visto vomitar. De nuevo,
demasiadas.
Me metí
en la cama y me dormí mientras el alcohol mecía mi cama.
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